Altas Capacidades en Adultos | ¿Para qué evaluarse?
Esta es mi experiencia con las altas capacidades en adultos… pero empecemos por el principio.
Crecí siendo una niña obediente, responsable, buena…
Cuando comencé a formarme en Crianza Respetuosa para poder acompañar maternidades de manera profesional, conecté muchísimo con aquella niña.
Todas crecemos con heridas que aparecen en la infancia. Todas tenemos nuestras sombras.
Pero yo comencé a buscar desesperadamente la explicación… Todo lo que leía y todo lo que estudiaba, apuntaba hacia la manera en la que tus padres te tratan cuando eres niña. Y veía a mi alrededor muchas mujeres con las que compartía camino que encontraban esa respuesta.
Parecía claro. Las heridas te las provocan los adultos en tu infancia.
Así que allí me planté, con papel y boli, tratando de escribir sobre mi infancia para lograr detectar qué fue lo que me hicieron mis padres para que, a día de hoy, alguna pieza no encajase.
Crecí con el “no brilles”, sobre todo por parte de mi madre. Ella estaba orgullosa de mí, y me lo hacía saber. Pero trataba de “ocultar” todos mis encantos en determinados círculos, o me pedía que lo hiciera cuando estaba rodeada de amigas, o incluso de mis primas y primos.
Recordaba a mi madre corrigiendo mi manera de expresarme para que no pareciera repipi, o diciéndome al oído que dejara ganar en algunos juegos a mis primos (todos mayores que yo).
¿Sería esto lo que había generado una herida en mí? ¿Es esta la pieza que no encaja?
No me convencía mi conclusión porque, por otro lado, mis padres me mostraban mucho orgullo, me aceptaban tal y como era. Nunca sentí rechazo.
A las que estamos en este camino de la Crianza Consciente, nos chirría bastante eso de “niña obediente”. Lo asociamos a sumisión.
Convencida de que sería en esa obediencia donde encontraría respuestas, rebusqué.
Pero tengamos cuidado, las personas que divulgamos, con no ser concretas.
Porque pudiera parecer que cualquier niño al que sus padres estén considerando obediente, la razón sea que estamos ejerciendo un abuso emocional sobre ellos para que lo sean.
Pudiera parecer que, si no tienes una niña o un niño rebelde, protestón, que no hace lo que le pides, entonces no está conectado con su ser.
Hubo un momento en el que compré esta idea. Supongo que me pudo la necesidad de encajar piezas.
Pero la realidad es que esa “obediencia” de la que hablaban mis padres no era más que colaboración.
Era una niña tranquila, me gustaba pintar, leer, escribir. Tocaba el piano, desde los 4 añitos que me subieron en esa banqueta, sin poder pisar los pedales porque no me llegaban los pies al suelo.
Y disfrutaba tocando. Y estudiando. Y ayudando a mis padres. Disfrutaba de ese clima que se producía cuando todos colaborábamos.
Además, me gustaba ayudar a mi madre en la cocina o a poner la mesa porque durante ese rato, charlábamos.
Eso era lo que más me gustaba. Conversar.
Y con mi padre… qué deciros. Me encantaba pasar tiempo con él. Me escuchaba y me miraba con ojos de aceptación. Lo hizo en mi niñez, pero sobre todo en mi adolescencia y se mantuvo hasta que nos dejó.
¡Ojo! No todo fue de color de rosa.
Trabajando en esta indagación interior, recordé también los gritos, los castigos, y la zapatilla de goma que usaba mi madre cuando entraba en cólera porque mi hermano y yo no parábamos de pelear.
Recordé a mi padre diciéndome que parara de llorar. Porque sí, esta era otra de mis características. Lloraba mucho.
Y en ese punto, conecté con algo que sí definió mi infancia y que quizás de ahí venía esa herida…
El sufrimiento. La intensidad.
Recordé la angustia que invadía todo mi cuerpo cuando veía anuncios de niños africanos que morían de hambre.
Recordé que todos se metían con aquel niño que no olía bien de clase y me dolía tremendamente imaginarme cómo se sentiría.
Me vino a la mente mis desesperadas peticiones para adoptar aquella niña de mi clase que vivía en una especie de sótano con su hermana mayor y el novio, porque eran huérfanas de padres.
Recordé a aquel chico amanerado y muy muy bajito, objeto de bullying por parte de los niños guays de clase.
Y la chica que venía en la ruta del instituto, que le cantaban canciones ofensivas y se reían de su pelo.
O cuando mi madre no pudo llevarme a una fiesta para despedir al chico que me gustaba.
Recordé el sufrimiento que me provocaba cualquier película, o si mi padre me hablaba de algo “serio”, aunque no fuese irrespetuoso.
Pero sentía que todas esas cosas no eran razón para llorar, porque eso era yo. Llorona.
Y los demás no lloraban ni sufrían por las cosas que sufría yo.
Pero también era una niña tremendamente feliz.
Era una monada. La popular de clase desde que tenía apenas 4 añitos y además, muy buena estudiante. Y fui capaz desde muy pequeña de usarlo a mi favor.
Así que, a pesar de que los niños más guapos de clase pudieran querer que yo fuera su pareja para entrar en la iglesia el día de la comunión, yo prefería hacerlo con el niño que olía mal.
Y aquella niña que vivía en el sótano, se moría por Leo DiCaprio. Yo también.
Coleccionaba absolutamente todo lo que caía en mis manos de él. No podíamos adoptarla, pero le regalé toda mi colección y fue, por unas horas, la niña más feliz del mundo.
Y el niño bajito y amanerado, pasó a ser “una más” de nuestro grupo de amigas, y ya nadie se metía con él.
Acabé sentándome, durante muchos días, con aquella chica de clase en la ruta… quería empoderarla, y que dijera basta a todos los que se reían de ella.
Y así fue mi niñez.
Seguía sin encontrar qué era eso tan horrible que me hicieron mis padres para que a día de hoy sintiera que algo importante no encajaba.
Decidí rebuscar en mi adolescencia.
INTENSIDAD.
Esa era sin duda la palabra que definía aquella época.
Ser buena estudiante, popular y mona, requería de mucho esfuerzo. Había muchos frentes que atender porque, por encima de todo, en esta etapa, quieres pertenecer.
Así que algunas de las decisiones que tomé no fueron desde el corazón, ni atendiendo a mi verdadero deseo.
Con 14 años empecé a fumar. Me gustaba mucho estar con niñas mayores que yo. Y ellas fumaban. Así que yo, también.
Las tardes en el conservatorio, comenzaron a ser soporíferas, así que, tras 10 años tocando el piano, lo dejé.
Me eché novio. El macarra de moto y pendiente… y tras ese, otro aún peor (de apariencia, porque eran unos soletes de chicos).
Durante 4 veranos fui a Inglaterra. A mí, que me encantaba “ser mayor e independiente”. Un regalo.
Y la intensidad se apoderó de mí en todos los sentidos.
La relación con mis padres mejoraba. Confiaban en mí y yo me sentía libre.
Y también responsable. Medía mis hazañas adolescentes para que nada se me fuera de las manos.
Amor y desamor, amistades, viajes, experiencias, fiestas… Creo que lloré tanto como reí. Y disfruté tanto como sufrí.
Seguía siendo buena estudiante…
¿Sería esta mi herida? ¿Me presionaron para ser “la mejor”?
Al hacerme esta pregunta, no me dio tiempo ni siquiera a coger papel y boli.
Rotundamente NO.
Estudiaba porque me gustaba.
Entré en la universidad porque quise, en la carrera que libremente elegí, y en la universidad que yo decidí.
Mis padres nunca se metieron.
Nunca suspendí un examen. Si no estaba lo suficientemente preparada, no me presentaba. Saqué la carrera en los 5 años que correspondía. Y no fue fácil.
Estudié mucho.
Seguía siendo popular, todas mis amigas lo éramos… un grupo maravilloso, que hoy sigue a mi lado.
Pero también era la de los apuntes, todos mis compañeros los querían y yo, obviamente, los ofrecía. Encontraba mis esquemas en las mesas de la biblioteca de gente que ni siquiera conocía.
Y daba clases a mis amigas. Les explicaba los temas y les preparaba las asignaturas para que pudieran presentarse a los exámenes.
Pero claro, también salía de fiesta, me encantaba arreglarme y salir a divertirme.
Y al terminar los exámenes en junio, yo me iba con mis padres unos días de vacaciones. Me encantaba compartir con ellos esos días. Conversar, conocer sitios nuevos, reír… y descansar.
A veces sentía que caminaba por una fina cuerda… si me pasaba en cuanto a jaleo, relaciones, fiestas… me quebraba. Pero si sólo me dedicaba al estudio, también sentía que me agobiaba.
Una constante búsqueda de significado a todo lo que hacía.
Al terminar la carrera, me fui a vivir a Sevilla, más enamorada que convencida, de quien era por entonces mi pareja.
Entré en una multinacional en la que, en apenas un año, conseguí un ascenso.
Directora de oficina con 24 años y un equipo a mi cargo.
Pero me aburrí. Del trabajo y de la relación.
Volví a Madrid y conseguí pasar un proceso de selección tremendo para entrar en Janssen, el laboratorio farmacéutico de Johnson&Johnson.
Me acompañó también el éxito profesional en aquella época.
Hasta que mi padre enfermó de cáncer. Mi mundo se paró.
Con esa intensidad y el amor infinito que le tenía, lo dejé todo. Y me dediqué a cuidarle. Lástima que solo pude hacerlo durante 2 meses.
Después se fue. Y yo me rompí. Estuve rota casi un año.
Hasta que apareció en mi vida el que hoy es mi marido. Fue mi primer amor con apenas 14 años. Y él era “casa”. Era volver al hogar. Al pueblo, donde me había criado, donde tenía todos mis recuerdos de infancia.
Volver a casa me dio calma y serenidad. Y aquí me quedé.
No necesité buscar respuestas. Todo estaba en paz. El dolor por la pérdida de mi padre, poco a poco se fue transformando. Y poco a poco me fui conectando conmigo misma.
Pero la maternidad, como nos ocurre a muchas mujeres, me trajo la necesidad de profundizar, de aprender y de crecer. Así que comencé a formarme para, sin darme cuenta, construir poco a poco mi nueva profesión.
Se me hizo inevitable dejar mi negocio anterior. El negocio que había heredado de mi padre. Rentable, y tras 10 años dedicados en cuerpo y alma. Pero mi corazón latía por este nuevo mundo que se me abría.
El Máster Profesional en Crianza Consciente de Yvonne Laborda fue lo que removió en mí esa búsqueda de respuestas. Hice ese repaso que acabo de compartir con vosotras buscando encajar alguna pieza, tratando de averiguar por qué tengo la sensación de que no soy lo que parece.
Siempre me he sentido “rara” incluso para cuando todos yo pertenecía… Siempre ocupando una posición de líder, con muy buen humor, creativa en cuanto a planes e iniciativas, parecía que no me faltara nada.
Y eso que “parecía” me trajo también muchas envidias. Muchas.
Justo lo que mi madre quiso evitarme desde niña. Ese “no brilles”, “no destaques”, era en realidad un “hija mía, eres un ser especial, y eso te va a traer problemas. Disimula todo lo que puedas para no sufrir”.
Qué bonito. Y qué injusto que una madre tema que su hija sufra por ser diferente.
Identificaba innumerables rarezas de las que no sabía a quién culpar:
- Siento que hago un gran esfuerzo para “pertenecer” en determinados círculos y me agoto. Y además, no logro mi objetivo, siendo aún más frustrante.
- Tengo millones de ideas a nivel profesional que mi intuición me dice que serán fantásticas, pero después viene el miedo… al éxito, a brillar, a destacar. Y las deshecho.
- Lloro, me emociono… por todo. Por cosas que a mi entorno no le afectan.
- Mi cabeza no descansa, nunca.
- Lo cuestiono todo. Y esto también es agotador.
- Mi intuición me habla, pero la mando callar. Y después resulta que me arrepiento por no haberla atendido.
- Me apasionan muchas cosas y me cuesta centrarme sólo en una.
- Me molesta el segundero del reloj del salón, y nadie más parece oírlo.
- No soporto el ruido que provoca arrastrar una silla, o el cuchillo contra el plato, o hablar con música de fondo.
- Adoro el sabor de algunos alimentos, pero no los como por su textura.
- Un olor o una luz me provoca dolor de cabeza.
- Busco rodearme siempre de esas personas a las que admiro por su riqueza interior y me flipa escucharles.
- Soy la única que no mantiene una conversación en una fiesta… sólo bailo, o me muevo de un lado a otro, para no parar a conversar con todo ese ruido de fondo.
- Disfruto tanto cuando estoy haciendo algo que podría olvidarme de todo lo demás. Incluso de comer.
- Cuando explico algo, me dicen que me relaje. Y no entiendo por qué.
- Llego a conclusiones que otros no, y me cuesta entender cómo no.
- A menudo siento que la vida es demasiado, que todo me sobrepasa, pero por otro lado siento que quiero más, que puedo con más.
- Ponerme en el lugar del otro me resulta inevitable. Y a menudo doloroso.
Y así podría hacer una lista enorme…
Sentía que yo vivía el mundo de forma distinta. Y obviamente, el problema era yo.
Y entonces aparecieron las Altas Capacidades en mi vida.
Tuvieron que estar bastante tiempo rondándome de mil maneras para que yo me planteara si quiera la posibilidad de que pudiera ser una persona altamente capaz.
Porque la realidad es que me siento tonta en muchos momentos de mi vida.
Mi madre comenzó a contar cosas de mi infancia cuando venía a casa. Y mi marido, durante un tiempo, me repetía… ¿pero tienes alguna duda? Yo lo tengo clarísimo.
Algo dentro de mí me decía que sí. Seguía informándome y formándome. Llorando más que nunca tras algunos cursos sobre Altas Capacidades y con muchas de las lecturas que caían en mis manos…
Identificarte POR PRIMERA VEZ con algo. Te describen eso que tú sientes. Eso que a ti te pasa.
No os podéis imaginar lo que eso significa.
Sentí que tenía que evaluarme, pero cuando me hacía la pregunta: ¿por qué? ¿para qué?, no encontraba respuesta. Y además me asaltaba ese ¿y si sale que no?
Entonces un día me atreví a pronunciar las palabras mágicas en una conversación con mi marido:
“Estoy pensando en evaluarme”.
Su respuesta fue:
“Pide cita ya. Yo no tengo ninguna duda, pero tú sí. Así que a por ello”.
Y cuestionándomelo todo, pasé por encima de todos esos pensamientos que me frenaban y pedí cita.
Sentía vergüenza de decir en voz alta “Hola, quería pedir cita para evaluarme de Altas Capacidades”… así que preferí mandar un correo.
Y me llamaron.
Yo temblaba.
Cerramos las sesiones en la agenda.
Y al colgar, lloré.
La espera se me hizo muy larga. La noche anterior a esa primera sesión, me acosté, curiosamente, muy tranquila. Por fin había llegado el momento.
Pero al amanecer, todas las dudas me asaltaron de nuevo.
La psicóloga que me atendió me miró bonito. Entré emocionada y con la certeza de que iba a compartir unas horas enriquecedoras con aquella mujer. No me juzgaba.
Me sentí bien.
Y comenzamos las pruebas, con más inseguridad que miedo y con el pensamiento constante de que no lo estaba haciendo bien.
Una batería de pruebas, retos y preguntas de las que llevaba media vida huyendo.
¿Sabes ese momento en el que un amigo tuyo propone jugar una partida de Trivial? Yo comenzaba a sudar. Porque yo era mona, líder y carismática si me apuras. Pero inteligente…. Tampoco tanto. Y no quería hacer el ridículo.
Pero en esa evaluación sentí que no me estaba jugando nada.
Ilusa de mí, no me daba cuenta de que me lo estaba jugando todo.
Sobre las pruebas sólo diré que tuvieron que hacerme alguna complementaria porque mi autoexigencia y mi perfeccionismo me jugaron malas pasadas.
Tras nuestra última sesión, mi psicóloga me emplaza a la recogida de resultados un par de semanas después.
En ese tiempo, volví a hacer todas las pruebas a las que me enfrenté, una y otra vez, sacando cada vez más errores y boicoteándome mentalmente.
Supongo que me quería preparar para un… “has estado cerca, pero no”.
Muy muy nerviosa, acudí a la consulta a por esos resultados.
Mi psicóloga me explicaba de manera gráfica todo lo que tenía que ver con la distribución de la población en función de su Cociente Intelectual. Había leído mucho sobre esto, pero escuché más atenta que nunca.
Y entonces me dio los números. Ese CI que necesitas para “pertenecer” al grupo de superdotación. Una cifra que por sí sola no te aporta nada, pero que da respuesta a infinidad de preguntas…
Y rompí a llorar.
Sentí que había una explicación.
Y no era que mis padres me generaran una herida en mi infancia, ni que hubiera nada malo en mí… Ahora ya no tenía que buscar más para encajar todas esas piezas.
Tenía delante de mí la respuesta. Ese CI fue acompañado de 90 minutos de charla, de lectura de resultados, un informe de personalidad, y lágrimas. Eso que no falte.
Ahora tocaba reposar.
Y tras ese reposo, me doy cuenta de que me niego a que esto sea algo que tenga que ocultar. He ocultado infinidad de cosas en mi vida. He disimulado, he actuado, me he callado y he reprimido mis emociones, porque todo lo que se me movía por dentro era distinto y no sabía por qué. Y no sabía si los demás iban a rechazarme, o a entenderme.
¿Qué ha supuesto para mí saber que soy una mujer superdotada?
Creo que aún me queda mucho por asentar. Han pasado sólo 2 meses. Pero ya puedo sentir cosas tan importantes como:
Mi propia ACEPTACIÓN. Ya no rechazo eso que me hacía sentir diferente.
He dejado de buscar la pertenencia desesperadamente, como consecuencia de esa aceptación.
Ya no lucho para que todo lo que me molesta deje de hacerlo. La hipersensibilidad y el déficit de inhibición latente, forman parte de mí. En lo que puedo, me adapto. En lo que no, busco soluciones o alternativas.
Ya no me siento idiota. Soy consciente de mis carencias y de mis limitaciones, pero también de mis talentos.
Ahora comprendo a la niña que fui.
Y no necesito buscar culpables. Ocurría que mis necesidades no se conocían, por lo que no siempre podían ser cubiertas.
He logrado comprender también las escenas de rechazo, de envidia o incluso de agresión que tuve que vivir.
He logrado entender por qué, si yo no hablaba de Altas Capacidades, un porcentaje muy alto de las mamás a las que acompaño en las asesorías, son mamás de niños con Altas Capacidades.
Me siento conectada con esos niños, con sus vivencias, con la hostilidad interior que les invade. Y eso me permite acompañar mejor a esas mamás.
Ahora sé que la profundidad de pensamiento es lo que me definía como “es que me rayo por todo” o “le doy demasiadas vueltas a las cosas”.
Me abrazo cuando pierdo el hilo de lo que estaba haciendo, o cuando me abruma ver a mis hijos abrazarse.
Trato de no acudir donde no me siento bien.
Atiendo mi intuición. La escucho conscientemente. Ahora sé que no soy bruja, sino que tengo una gran sensibilidad a las sutilezas.
Manejo mi perfeccionismo desde la comprensión y no desde el juicio.
Respeto los momentos en los que necesito introversión.
Elijo de forma consciente mis relaciones, mis conversaciones, mis lecturas, mis interese.
Y lloro, lloro por todo, pero por fin… LIBRE.
¿Qué hubiera pasado si me hubieran evaluado de niña?
Una cuestión bastante frecuente cuando alguien está pensando en evaluar a su hijo o hija es… ¿es necesario? ¿no estaré etiquetándole?
Creo que conocer cómo funciona tu cerebro y dar respuesta de niña a por qué sientes como sientes, por qué te duele todo más (incluso físicamente), por qué hay piezas que no encajan… por muy feliz que sea el niño, es un derecho que no deberíamos negarle.
Las familias conseguirán abrir la puerta a un mundo que, inevitablemente, les hará conectar con sus hijos.
Y esos niños, vivirán aceptando su diferencia, ayudados y guiados por profesionales cuando sea necesario, integrando de la mejor manera posible su mayor capacidad y su alta sensibilidad.
Puede que te hayas sentido identificada en alguna de las etapas, o quizás no. Puede que veas parte de lo que tu hijo o hija te muestra a día de hoy, o quizás no.
En cualquiera de los casos, gracias por acompañarme en este viaje sanador. Si tú no estuvieras al otro lado, también faltaría una pieza en este puzzle.
Quiero recordarte comadre, que he creado una Newsletter específica donde os daré información exclusiva sobre Altas Capacidades y Alta Sensibilidad, suscríbete aquí para no perderte nada, recuerda, juntas sumamos.
Juntas, encajamos.
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